Shunga (o una superposición porno)

Viajé a Argentina por última vez en agosto de 2017. Siempre que lo hago me traigo una pila de libros de otra manera inconseguibles en Japón. Quienes vienen de visita, también, sabrán que «libros» es mi pedido más frecuente (incluso por sobre símbolos nacionales como la yerba y el dulce de leche; no así con el dulce de batata, al que soy incapaz de renunciar, ni siquiera por Borges). Shunga de Martín Sancia Kawamichi fue una de esas tantas adquisiciones. Varias cosas me convocaron a leerlo: la recomendación personal de su editor, Damián Blas Vives; la de amigos como Martín Bergara y Juan Agustín Conde; también el hecho de que mi role-model académico (y amigo y sensei de El Colegio de México), Amaury García, me haya instruido en el mundo del shunga, la estampa erótica japonesa, su campo de investigación. Habiendo hecho tan larga introducción, paso a reseñar el texto, no sin antes apresurar un comentario: esta novela nos propone repensar la literatura argentina actual.

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Paso a resumir la trama. El viudo Kotaro decide contratar a las tres hermanas Izumi para que lloren la muerte de su esposa. Pero aquellas son esclavas sexuales de Kazuma, quien las tiene aprisionadas en un álamo blanco, vigiladas a todo momento por cuatro monos. ¿Cuál el destino de estas muchachas? Una historia que suena muy interesante, sí. Sin embargo, adelanto que la trama resulta un elemento secundario de la novela, una excusa o motivación para otra cosa. Porque son las imágenes las que cobran protagonismo en Shunga. Lo hacen a través de un narrador carente de subjetividad, pero también a través de sueños, de pasajes de libros ficcionales, de anotaciones de los personajes. Así, el texto intercala perfectamente (y reproduce) el efecto de ese género japonés del siglo VIII: el zuihitsu, del cual El libro de la almohada es quizás el ejemplo más famoso. El traductor Simon Cozens lo publicó en forma de blog, un hecho que revela la prioridad del texto de Sei Shōnagon por resaltar las impresiones personales más allá de toda trama o narración.

Dentro de sus potentes imágenes, el procedimiento predilecto en Shunga es la sinestesia. En 1812, el médico Georg Tobias Ludwig Sachs publicó un estudio sobre su albinismo y el de su hermana. En él, definió por primera vez el término de «sinestesia»: primero, como la conjunción de varios tipos de sensaciones perceptivas; segundo, como una alteración en secuencias simples, por ejemplo de letras o de números. El texto de Kawamichi cuenta con un vasto repetorio de ejemplos para ambas definiciones. Los sentidos se superponen ya desde su oración inicial: «La habitación parecía iluminada por una hoja seca» (p.13). Otros ejemplos, entre tantos: «su vulva es exquisita y huele a ojo», «hasta la luz debe tener su perfume», «era como si llorara humo», «sus ojos parecen estar hechos de huesos y habla como si fuera una aguja» (pp.40 68, 100, 115). El mensaje detrás del empleo de este procedimiento es rotundo: incluso las cosas más disímiles pueden conectarse en el lenguaje. En la literatura. En el arte. En esta novela.

Más allá de las imágenes, los personajes son profundos, complejos y trágicos. De hecho, lo que me más me gustó de Shunga fue el tono deliberadamente pedante de algunos de ellos al referirse a la contemplación de la belleza y a la creación artística. Escribe Kazuma en su libro: «Ver el amanecer, que hoy sí es rojo y parece desollado, ver a las cuatro muchachas vendadas, inmóviles porque temen caerse, estremecidas de rocío, y saber que esa imagen es mía, creación mía, me hace sentir más que un artista: me hace sentir sagrado» (p.43). Con un tono retorcidamente parecido, escribe Kohana en sus anotaciones: «No entiendo cómo hay gente que puede soñar con el mar sin despertarse. ¿Qué tipo de mar sueñan? ¿Realmente saben soñarlo?» (p.115). Parte parodia de todo discurso estético grandilocuente, estas palabras son también una postura de la novela de Kawamichi. ¿Cómo hablar de la belleza en el arte y cómo hacerlo hoy en día, cuando todo esto nos resulta una impostura, una falsedad?

Desde el contexto argentino, las anteriores indagaciones cobran todavía más fuerza. Me gusta pensar esta novela como un manifiesto de las imposibilidades de narrar desde el discurso de la argentinidad, de la nación, del patriotismo; una declaración de cuán estéril se volvió un tipo de literatura argentina contemporánea que depende de la historia y de la cultura de nuestro país (que depende de los mismos conflictos, de los mismos traumas, repetidos una y otra vez hasta el hartazgo) para generar un efecto estético y ser llamado literatura. Creo que Shunga ofrece una mirada contraria (y una alternativa) a ese agotamiento. Una superposición porno. A veces exotista, sí. Pero muy efectiva. Ante Argentina, Japón. Ante las luciérnagas montoneras de su obra anterior, Hotaru, unos atemporales y sádicos monos japoneses, esclavizando mujeres en un sinfín de escenas sexuales. Quizás sea ésta la mayor sinestesia que propone el texto: el entrelazamiento de la estética pornográfica japonesa y de las pretensiones artísticas argentinas.

Una última consideración. En una entrevista reciente, Kawamichi afirmó que buscaba «sacar las estampas éroticas japonesas de los barrios de placer para llevarlas a un mundo áspero y horroroso» (ver la entrevista aquí). Los críticos profundizaron en esto último y concluyeron que su novela está mostrando una faceta oculta de la cultura japonesa. No acuerdo ni con uno ni con otros. Al contrario, creo que conceptos como ‘perversión’ y ‘sadismo’ son recurrentes a hablar del País del Sol Naciente y que Shunga lo hace con la naturalidad que sentiría cualquier persona acostumbrada a una larga tradición que se regodea en la destrucción y en el morbo (por ejemplo, en Tanizaki o en Ōe). Lo que quiero decir: quizás sea mejor dejar de pensar a la cultura japonesa alrededor del concepto de «el bello Japón», ya para reafirmar esa idea o para postularse en su contra. Porque dicho concepto no es sino un invento oficial (caduco, retrógrado y atemporal), uno que a penas si funcionó una o dos décadas después de la Posguerra, momento en el cual el país tenía que mostrarse pacífico y calmo ante las atrocidades que había cometido durante los años anteriores. Elijo, por lo tanto, pensar Shunga por fuera de ese debate.

 

Título: Shunga
Autor: Martín Sancia Kawamichi
Editorial: Evaristo Cultural
Año de Publicación: 2017
Páginas: 228
Precio: $300
Puntaje: 8 de 10 chapetitos (lamentablemente, me generaron más expectativas de las que necesitaba)

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