No suelo pensar el exotismo como una negación, como un escapismo. El escribir sobre realidades lejanas fue pasión de escritores como Swift, Flaubert y Borges, todos acusados en sus tiempos de ‘anti-nacionalistas’. También Shakespeare optó por las regiones remotas en casi toda su obra (“¿Un príncipe danés? Pero mirá las boludeces sobre las que escribís, Guillermo”). Como éstos, creo que posicionarse en un contexto distinto es una decisión estética, a veces política; es el resultado de una deliberación que nos convoca a mirar, o a tener que mirar, más allá de nuestro mundo conocido, de nuestro país y de nuestra historia. «Los libros que amamos parecen escritos en una lengua extranjera», dijo Proust. «Nada más cierto», le respondió César Aira. Porque el mirar al otro, escribir sobre él y no ser él, nos constituye como sujetos. Ésta fue la postura que elegí al abordar el libro de Miguel Sardegna.
Son diez cuentos que tratan de momentos determinantes en la historia japonesa, como la caída de las bombas atómicas o la Restauración Meiji. Hay cuentos que me resultaron ‘demasiado japoneses’. Y por esto me refiero a versiones europeas de Japón (al punto de que la lengua elegida se aleja de un español rioplatense). Pero también leí cuentos que me gustaron mucho, de los cuales resalto dos. El primero es “Una novela de go», en el cual el autor usa la primera persona y convierte a Japón en un nexo que lo une con aquella famosa partida de ajedrez dentro de un barco que Stefan Zweig nos relató en Schachnovelle. El segundo cuento que quiero mencionar es “La práctica del zen es difícil”, en el cual dos turistas argentinos vuelven de Japón con un souvenir inesperado: un viejo japonés que los persigue por todo Buenos Aires en su adicción a sacar fotos. En este relato humorístico, al mejor estilo Kobo Abe, el narrador nos dice: «Hay quienes tienen tíos borrachos, primas solteronas y malhumoradas. Yo tengo un japonés en la familia. Y un hombre de bien debe aceptar la familia que le ha tocado en suerte, llevarse lo mejor posible, con sus defectos y virtudes» (p.107).
Ese familiar recibido a manos de la suerte es el japonismo del autor. ¿Quién sabe de dónde nació? ¿Y a quién le importa? Sardegna se planta en este lugar. Como Bellatín, crea un «orientalismo consciente» (como lo llamé una vez), sin temor de mostrarse japonista ni de poner en palabras su pasión. Voy a considerarlo la esencia de sus cuentos. Y es por esto que estoy en desacuerdo con los reseñadores que se esforzaron por afirmar que Sardegna ofrece un Japón sin excentricidades. Por el contrario, creo que es en ellas en donde recae lo mejor de su escritura: en esas ‘hojas’ que otros ya escribieron y que él reescribe a su modo. En varios momentos los personajes dicen: «sé que el papel japonés es peligroso, el Japón es peligroso» (p.98), «teníamos razones para no viajar a Japón» (p.105), «le gustaba la ansiedad que generaban sus palabras, la invocación de un pasado glorioso» (p.128). Ese gesto contradictorio, el apasionarse sobre algo que genera inquietud, me resulta atrapante, quizás porque todos podemos relacionarnos con esa postura: el aceptar que hay acercamientos imposibles, que hay transformaciones que no pueden superar jamás la barrera de la ficción.
Hace poco leí también una nota en la cual Sardegna explica su amor por Japón. Creo que el concepto es adecuado para mostrar ese sentimiento incontrolable e inexplicable que nace más allá de nosotros. Pero quisiera detenerme en el concepto de «amor por un país que no es el propio». Lo que me maravilla es que se dé con tanta fuerza en el caso de Japón. ¿Existen amantes igualmente apasionados por otros países, por Uruguay, por Burkina Faso, por Checoslovaquia? De seguro los haya, pero el amor por Japón creó un género literario propio, sobre todo en países que llevaron a cabo proyectos de conquista u ocupación, como Francia, Inglaterra o Estados Unidos. No tanto en países en los cuales la historia fue menos agraciada, como Argentina. ¿Sentiremos muy dentro nuestro que al escribir sobre Japón nos acercamos a la fuente madre de la cultura occidental? ¿Qué restauramos un eslabón roto, que volvemos a la nave nodriza? Vaya uno a saber. En última instancia, el amor por Japón es también un «amor por la nación», cosa que siempre me hace ruido. Quizás por eso me gustaron más aquellos cuentos en los cuales las hojas de Sardegna caen en una posición levemente diferente, incómoda, mezclado fuentes suizas, japonesas y palermitanas, en los que leí rastros de otros amores.
Considero también que distintas generaciones imaginaron distintos Japones. A mí jamás se me ocurriría escribir sobre un Japón “tradicional”, porque para mí Japón es sinónimo de pop: Godzilla, Nintendo, Evangelion. Ante la Saori con sangre samurái del último relato de Sardegna, para mí ese nombre refiere a otra mujer. El Japón melancólico me resulta ajeno, reemplazado en cambio por el Japón psicótico, paranoico, capaz de perseguirnos por todo Buenos Aires con tal de sacarnos una foto. ¿Qué Japón van a narrar las próximas generaciones, acostumbradas ya a descreer (esperemos) de esa ilusión nociva que hemos dado a llamar ‘frontera nacional’?
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