«A veces preparaba comida china y toda ella se volvía amarilla y sabia como el Yang Tsé. Imperial como Confucio, imperaba imperialista sobre sus retortas y transmutaba el futuro hijo del pato de Cantón en el Huevo Chino de Cien Años, usando como polvo de proyección: cenizas, arroz, vino y especias. Hallaba el nido de golondrinas filosofal, el pato de Pekín y el oro pálido del té. Tomando su té zen –nunca un té fue tan zen–, ella, en total silencio, más allá de su puerta la desacralización y el sacrilegio, descubría la armonía y serenidad de la vida».
–Alberto Laeiseca, Por favor, ¡plágienme! (IV, 6)
Deja una respuesta