Publicado en Evaristo Cultural
Te cuento: fui a Kioto por la guita. Ya había ido tres veces; no me moría de ganas de regresar. Conocía muy bien el bosque de bambúes, el así llamado “camino del filósofo”, el barrio de las geishas y el templo Kiyomizudera, rebautizado por las guías turísticas como «El templo del amor». Kioto, una ciudad con más de dos mil recintos sagrados. La capital de Japón durante una época dorada en la cual se cristalizó todo lo que aún hoy sobrevive bajo la obstinada categoría de «cultura japonesa». Un lugar en donde no hay verdulerías ni máquinas expendedoras. En donde en la gente se junta todos los veranos para hacer en la ribera del río lo que habrían hecho los hippies en los setentas. Kioto, el primer objetivo de la bomba atómica, abandonándose finalmente ese plan por intervención de Henry Stimson, secretario de guerra estadounidense, quien había pasado allí su luna de miel.
Silvio y Natalia (son nombres ficcionales) eran una pareja de argentinos que me habían contactado por un amigo en común que solía hacer caminatas guiadas por Japón cuando vivía aún en el país de los cerezos, antes de volver, antes de re-amigarse con nuestra patria. “La idea sería que nos lleves por los lugares menos conocidos”, habían dicho aquellos. Les presupuesté un tour que incluía un fin de semana en Kioto. “¡Perfecto!”, respondieron. Estaban interesados en el diseño, en el arte contemporáneo. Primero los llevé a recorrer algunos puntos que hacen de Tokio una capital a la vanguardia de esos rubros: el Museo Nezu, la arquitectura de Ginza, el boulevard de Omotesando. Una semana en que resonaron frases del estilo: “qué lindo debe ser vivir acá”. Pasada esa semana, ellos subieron a un tren bala y yo al autobús nocturno; fue un viaje en que seguro aprovecharon para revisar sus fotos recientes, mientras yo me limité a enroscados replanteos insomnes.
El sábado nos juntamos temprano en su hotel. La mañana estaba linda y partimos rápido hacia el santuario Yasaka y hacia el barrio de Higashiyama. “Un personaje de Kawabata comparó este lugar con una ciudad embotellada, hermosa y solitaria, separada de la vulgaridad del resto del mundo”, les conté. Alrededor de nosotros, varios jóvenes vestidos de kimono se sacaban selfies y compraban suvenires. A la vuelta de una callejuela, un Starbucks, famoso por estar decorado à l’ancienne, con piso de tatami y toda la bola. “¡Increíble!”, les escuché decir. Los noté contentos y eso me alegró. Les conté otras historias. Les saqué una foto abrazados, sonriendo. Los acompañé a comer tonkatsu, ese plato japonés que debería llamarse ‘milanesa de cerdo’, todo invitado por ellos. “Qué rica y barata es la comida acá”, dijo Silvio. Abrió su billetera, sacó diez mil yenes de entre sus dólares y pagó la cuenta de un plumazo.
Cuando salimos del restaurant y Silvio cerró bien su mochila, dije: “¿notaron que los japoneses guardan sus billeteras en el bolsillo de atrás de sus pantalones?”. Que son grandes como una cartera de mujer y que nadie teme a los robos. “Esa sensación no se tiene en ningún lado”, añadió ella. “Me contaron de un brasilero que hasta hace no mucho se dedicaba a robarle a los pasajeros del tren durante la hora pico; que sólo lo descubrieron una vez cuando estaba intentando ponerla de vuelta”. Los dos me miraban fijo como si estuviera contándole algo imposible. Si no se hubiesen sorprendido, habría agregado algún detalle que los hiciera sentir más como en casa: que el brasilero lo hacía después de fumar alguna de las tantas sustancias prohibidas en Japón. “Nunca vamos a conocer ese tipo de seguridad”, dijo uno de ellos antes de que pudiera agregar un dato así. Me limité a asentir.
Después seguimos rumbo al Palacio Imperial antes de ir al Castillo Ninjo. “Kioto sufrió tifones, incendios y terremotos, pero que su belleza se mantuvo siempre intacta”, comenté mientras caminábamos por el jardín del primero. Acompañé la apreciación con una ráfaga de nombres y de referencias, toda una parafernalia de datos perfectamente ordenados para que de alguna forma nos proyectemos como parte de lo inalcanzable (la historia), para consentir nuestros más tímidos deseos de pertenencia. Hubo un silencio. Quizás fue un buen momento para confesar alguna intimidad, un secreto, tan sólo una de mis quejas. “Fue en esta mismísima fortaleza que el último shōgun, Tokugawa Yoshinobu, entregó el poder de vuelta a manos del emperador”, seguí contándoles mientras ellos compraban recuerdos: una réplica en miniatura del castillo, un llavero con forma de espada samurái, un cuadrito con los ideogramas «無常», que significan ‘impermanencia’.
Cerramos la tarde tomando un café en la librería Maruzen, cuyo subsuelo tiene un biombo con una representación de la Guerra de Ōnin. “¿Nos vemos mañana en el hotel?”. Nos despedimos. Ellos se volvieron en taxi y yo en bus a casa de una pareja amiga, donde iba a hospedarme; les había cobrado a aquellos dos noches de hotel, claro. “¿Qué tal el recorrido?”, me preguntaron mis amigos cuando llegué. “Todo bien”. Hubo un incómodo cruce de miradas. “Vayamos a comer afuera”, sugirieron. Fuimos a un local de ramen que se caracterizaba por lo bizarro: servido el plato, el cocinero prendía fuego los noodles con un soplete. “¡Llamarada ramen!”, gritó un turista antes de sacarse una foto. Tomamos unas cervezas de más y volvimos un poco ebrios, alegres, poniéndonos al día en las intrascendencias de lo cotidiano. Pensé que nos íbamos a quedar charlando. “Nos vamos para el cuarto”, soltaron ellos. Y: “podés armar ese futón de allá”.
En el segundo día, mi cronograma con Silvio y Natalia se vio alterado por la lluvia. Tuve que improvisar. Primero fuimos al mercado techado de Nishiki y después, al museo de Inshō Dōmoto, «un artista que construyó este espacio para inmortalizar sus obras; para que no se perdieran en el olvido», leí de un panfleto en japonés que nos dieron en la entrada. Compraron un libro y unas postales que reproducían dichas obras. Me regalaron una. “Lo siguiente en el cronograma es el famoso Pabellón Dorado”, les indiqué. Fuimos caminando y, al entrar, antes de ver las paredes enchapadas en oro y el fénix sobre el techo de la construcción, les resumí la trama de la novela de Yukio Mishima en la cual se narra el incendio del lugar en 1950. También les conté sobre la vida del autor. “Una vida de novela, como debería ser la de cualquiera”, agregué. Se rieron, quizás pensando que lo que estaba diciéndoles era un chiste.
Un poco cansado les dije que era momento de ir al punto final del recorrido: el templo Ryōanji, en donde está el famoso jardín de piedras, símbolo del budismo zen. “Su nombre significa templo del dragón tranquilo”, expliqué mientras Silvio pagaba las entradas. Los noté particularmente interesados. “Algunas personas ven en la disposición de las piedras un tigre; otras, ven un árbol… porque ésa es la esencia del vacío: la posibilidad de serlo todo a la vez”. Les encantó esa improvisada definición. “Esperame que la anoto”, dijo Natalia. Me dio cosa confesarle que ni recordaba de dónde había sacado esas palabras, siquiera si eran verdad o me la había inventado. Aun recordé, eso sí, un extraño verso de Breton en que se dice que todo templo es un monumento a los estafadores. “La esencia del vacío es…”, escribió en un cuaderno que todavía tenía el sticker con el precio.
Tomamos un taxi para volver. Todo iba a terminar como tantas otras veces, como en los recorridos que ya me dieron el título (nunca formalizado) de «guía turístico». Pero, de pronto: “no encuentro mi billetera”, dijo Silvio cuando se disponía a pagar el viaje. Lo observé mientras revisaba las bolsas con las compras y el piso del auto. Escuché unos gritos de su parte; unas respuestas igualmente fuertes de su esposa; me quedé mirando la cara del chofer a través del espejo retrovisor, un hombre de más de setenta absorto ante la incomprensión de lo que estaba sucediendo. Al cabo de unos segundos, Natalia sacó su billetera y pagó con tarjeta de crédito. No me animé a decir nada. Tampoco cuando bajamos. Menos aún durante la caminata hasta la puerta del hotel. “Seguro se me cayó en alguno de los templos…”, terminó aceptando Silvio. Lo dijo con un tono seco, lleno de resignación.
Intenté remediar lo ocurrido, pero sólo me salió explicar alguna particularidad cultural de Japón: “es imposible que te hayan robado en este país”. Primero, un silencio. Después la atmósfera cambió, como si alguien hubiera dado la vuelta a una página de un cómic. “Igual no te hagas problema que no tenía mucha plata encima”, dijo. Me abrazó. “La pasamos excelente”, dijo Natalia y me dio un beso en la mejilla. Me pagaron, nos despedimos. “Ojalá podamos quedar en contacto”, agregué yo. Entonces emprendí el regreso. Me puse los auriculares con ese tema que siempre me hace olvidarlo todo (esto es, ese tema que me recuerda mejores cosas, algo más confiable que la cotidianeidad): el de Animal Collective que tanto te gustaba. Llegué a casa de mis amigos y encontré una nota en la que me explicaban que había ido al cine, que iban a volver tarde y que, como yo tenía que salir temprano a la mañana siguiente, mejor ya nos veíamos cuando ellos visitaran Tokio. Me acosté.
En la cama, solo, me quedé mirando el techo. Si hubiese tenido huevos habría sido el momento de contar los nuevos billetes recién obtenidos. En otra época lo habría hecho, sin dudarlo un segundo. Le habría sacado esa billetera en algún momento de la tarde y nadie se habría siquiera dado cuenta. Como solíamos hacer siempre. Pero no. Este lugar me extirpó eso que nos hace sentir más vivos que nada: el mal. “Este país te transforma”, me dijiste una vez y te reíste. Estábamos justamente en Kioto, ¿no? Fue aquella vez en que decidimos que robarles a los japoneses ya no era para gente como nosotros. Después ocurrió el azar, lo inexplicable. El nunca más poder mostrarte lo que escribo. El escribirlo igual. El saber que en algún tiempo íbamos a la antigua capital por la guita, pero que ahora sólo quedan saudades y recuerdos imposibles. Antes de dormirme, una de tus canciones en mis oídos. Una y otra y otra vez.
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