「私はコンビニ店員という動物なんです。その本能を裏切ることはできません」
“Soy un animal que se llama empleadx de konbini. No puedo traicionar ese instinto”.
Si alguien entra a un konbini en Japón[1], a cualquiera en donde podría estar trabajando una mujer como Keiko Furukura, la protagonista de la novela Konbini ningen (2016) que le valió a Sayaka Murata el prestigioso premio Akutagawa, quizás esa persona no sepa que se encuentra dentro del espacio más japonés de todos. El MÁS japonés, dije. Un simple cálculo geográfico respalda mi afirmación. Hay en el archipiélago más de 56.300 konbini, uno cada 2287 personas, ocupando casi un 15% del territorio nacional, más que todos los templos y santuarios juntos[2]. Pero además respalda mis palabras su valor simbólico. Ante otros espacios propios de la tradición japonesa, espacios abusados, agotados y devenidos kitsch como el Monte Fuji, un konbini es la viva imagen del Japón actual: es el espacio por excelencia del capitalismo voraz, de la explotación laboral y de las personas-máquina. Ante el sonido de las hojas de los árboles o de las libélulas, en los konbini tenemos sonidos mucho más naturales para todos hoy en día: bolsas de plásticos, escáneres de códigos de barra, gritos de los clientes enojados y trabajadores que repiten frases hasta el hartazgo: irasshaimase!
Keiko Furukura, la protagonista de Konbini ningen, es una suerte de alter-ego de cuando la autora fue, también, empleada de un konbini. Una rarita, una molestia para su familia, un objeto de acoso para sus compañeros de escuela y una chica solitaria que hizo amigos tan sólo por deber, Keiko sintió siempre que las normas sociales le eran ajenas. A los 18, sin embargo, encuentra una forma de darle sentido a toda una vida de inconformidad: se convierte en empleada del konbini Smile Mart.
“¡Bienvenido!”, dije en el mismo tono que hacía un instante. Hice una reverencia y tomé la canasta.
Esa fue la primera vez en que me sentí parte del mundo. Estoy naciendo en ese preciso momento, pensé. Ese día fue, sin dudas, el día en que nací como algo normal del mundo[3].
Contracara de las presiones que la sociedad impone a sus miembros para transformarlos en padres-de-familia con trabajos de oficina redituables, y desinteresada de las ansiedades demográficas el Japón actual (a saber, el aumento de matrimonios fallidos y la caída en el número de nacimientos), Keiko elige, en cambio, ser empleada de medio tiempo antes que caer en las fauces del conformismo propio de la clase media. Lo irónico de esta novela es que la rebeldía y la desobediencia llevan al personaje precisamente a uno de los lugares más estructurados de todos: a un konbini. En su intento por alejarse de una sociabilización acartonada, Keiko transforma sus modos de hablar y de actuar casi a los de una máquina, y no piensa en otra cosa más que los horarios de llegada de los proveedores y de recambio de empleados, incluso cuando está en la ducha.
Diez años después de aquel nacimiento, sin embargo, Keiko conoce en el Smile Mart a Shiraha, un misógino que nadie aguanta y que se la pasa diciendo que la sociedad actual no es distinta a la de la Edad de Piedra; que el hombre tiene que salir a cazar y la mujer tiene que encargarse de las tareas domésticas. Empujada por la creciente presión de sus amigos y familiares, Keiko decide llevar a Shiraha a su casa para finalmente tener algo de qué hablar cuando le preguntan si tiene novio. En realidad, sólo le permite dormir a aquél en la bañadera y le da de comer como a un animalito. A su manera, se transforman en una suerte de pareja. En otro giro irónico, a pesar de su rebeldía y desobediencia, Keiko termina conviviendo con y cocinándole a un hombre, todo tal cual se lo pedía la sociedad.
El estilo de la novela es ágil y entretenido, sin contenerse reflexiones sobre el rol de los hombres y de las mujeres en el trabajo, sobre las imposiciones de la sociedad capitalista y sobre todos aquellos problemas que sufren los jóvenes ante la explotación laboral. Este último punto hace de Konbini ningen un nuevo y delirante ejemplo de aquello que Roman Rosenbaum denominó “la literatura de la precariedad en Japón”[4]. Ojalá que todo esto se vea reflejado en la traducción que tenemos al español. Aunque, para ser honesto, con sólo ver la tapa ya tengo infinitas dudas. De todas las traducciones posibles para el título, creo que el traductor al español eligió la peor de todas: La dependienta. No sé ni qué significa eso en Latinoamérica. Me hubiese gustado más una traducción literal: Humana de konbini, o bien una versión en español de aquella en inglés: Mujer de convenience store. Capaz el traductor español consideró que una palabra japonesa confundiría a los lectores. Capaz el editor creyó que una palabra en inglés generaría el mismo efecto. “Mejor usemos (seguro concluyeron) una palabra que nadie entienda, pero por lo menos en español”.
En fin. Quisiera establecer un vínculo tirado-de-los-pelos, algo que en términos técnicos suele llamarse ‘intertextualidad alusiva’. Mujer de konbini (mantengo esta otra traducción) refleja de manera tan graciosa como atroz, ajena a toda metáfora, El cuento de la criada de Margaret Atwood. Ambas nos proponen pensar la situación de las mujeres ante fuerzas fuera de su control. Sin embargo, existe también una diferencia fundamental. Mientras que la novela de la canadiense es básicamente una alegoría del sometimiento que presupone el patriarcado, la de la japonesa nos presenta una incógnita: la mujer está eligiendo deliberadamente una forma de opresión. Y dicha forma de opresión, nos dice el personaje, es liberadora y hasta constitutiva de identidad. Quizás puedan verse mayores conexiones y diferencias con Atwood en la séptima novela de Murata, aún no traducida: 『殺人出産』(Asesinatos y nacimientos). En ella, cualquier mujer que le da al régimen gubernamental diez bebés puede asesinar a la persona que elija. Les debo la reseña.
Sara Gallardo nos recuerda que un animal solitario termina comiéndose a sí mismo. Creo que, por muy bella que sea la frase, rara vez es así. En las sociedades actuales terminamos más bien resignándonos a una forma de vida que, como Bartleby, preferiríamos no ejercer. Somos seres amaestrados, domesticados, somos los millenials de Pavlov. Konbini ningen no propone algún tipo de escape a esa lógica porque dicho escape es imposible. La novela nos posiciona en este mismísimo lugar, en el reconocimiento de la mediocridad en la que estamos sumidos. Y quizás en esa percepción de una condición humana, terrestre, ctónica, ajena a toda redención, haya mucha más literatura (japonesa) por venir.
[1] Konbini es la contracción del inglés convenience store. Se trata de tiendas 24 horas en las cuales se venden productos para la vida diaria, alimentos, productos de limpieza etcétera, además de ofrecer servicios de todo tipo: fotocopiadoras, pago de impuestos, venta de pasajes, envío de encomiendas, entre otros.
[2] https://stats-japan.com/t/kiji/10328
[3] 「いらっしゃいませ!」
私はさっきと同じトーンで声をはりあげて会釈をし、かごを受け取った。
そのとき、私は、初めて世界の部品になることができたのだった。私は、今、自分が生まれたと思った。世界の正常な部分としての私が、この日、確かに誕生したのだった。
Murata Sayaka. 2016. Konbini ningen 『コンビニ人間』,Tokio: Bungeishunju. p.26
[4] Rosenbaum, Roman & Iwata-Weickgenannt, Kristina (eds.). 2014. Visions of Precarity in Japanese Popular Culture and Literature. London: Routledge.
Título: La dependienta
Autor: Sayaka Murata
Editorial: Duomo Nefelibata
Año de Publicación: 2018
Páginas: 170
Precio: $1500
Puntaje: 8.5 de 10 chapetitos (muy entretenida y de muy fácil lectura)
Reseña publicada en Evaristo Cultural
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