Una conexión ilustre

El ciudadano ilustre (esa película argentina que podríamos describir como una fábula del artista incomprendido; también, como una versión criolla de «Josefina la cantora», mi relato favorito de Kafka) me interpeló en más de una forma. Primero, en tanto argentino que reside en el exterior y que recibe todo tipo de críticas al hablar, no ya de literatura o de arte argentinos, sino incluso de alfajores o del clima. «Callate, que vos vivís afuera». Segundo, me interpeló como investigador de la mirada que se tiene de Latinoamérica en los países centrales y de las expectativas que tienen de nosotros los lectores de estos últimos. Tercero (y más importante), consintió mi adicción a lo impensado, a lo sorprendente, a una desobediencia de toda relación lógica: me refiero a la mención que hace el personaje de Dady Brieva al describir a un gaucho haciéndose el harakiri.

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Si la imagen de un gaucho usando un facón para realizar un suicidio ritual japonés no es lo suficientemente estimulante, concentrémonos por lo menos en lo azaroso de la asociación. Oscar Fariña comparó el haiku con las payadas. Alberto Laiseca, la ceremonia del té con el mate. Asimismo, Gaspar Scheuer estrenó en 2012 el film Samurái, en el cual conectó a aquellas dos figuras legendarias. Ideológicamente antagónicos (el samurái sigue siempre un código de honor, mientras que el gaucho es anarquista por naturaleza o debería serlo), uno y otro exponente de las tradiciones argentina y japonesa se caracterizan por ser figuras inventadas, transformadas por la historia del arte; seres ficcionales que hoy elegimos –por convención, por orgullo– considerar reales. Samurái y gaucho son nuestros verdaderos ciudadanos ilustres, por sobre las personas reales que no nos representan y que, paradójicamente, se parecen a nosotros hasta el punto de detestarlas.

Mantovani (el personaje de Oscar Martínez) había dicho que el asado ya existía en China y que Colón llevó las vacas a América, postulando así el tema central de la película: que todo nacionalismo es un relato. Pero cuando el personaje de Dady Brieva transforma (¿traduce?), en un gesto digno de Sarmiento, el famoso refrán «hacerse el harakiri» por el más argentino «cortarse la chota», lo que está haciendo es subvertir de manera cómica y farsesca toda solemnidad de dicha definición. Un relato podrá ser falso, podrá ser una construcción, pero también revive y reencarna en nuestros gestos. Hasta los japoneses transformaron a sus samuráis. A fines del siglo XIX, por ejemplo, le sobreimprimieron las características de ese libro que ingresaba por primera vez al archipiélago, El Quijote; durante el siglo XX, de igual modo, el samurái fue primero yakuza y luego héroe al estilo western norteamericano. Relatos que se bancan apuñalamientos y destripamientos. Que sobreviven («palabras desplazadas y mutiladas», dice Borges). Restos que cruzan las fronteras y se vuelven patrimonio del universo (me suenan estas palabras también).

Experimenté otro acercamiento entre El ciudadano ilustre y Japón en un plano, eh, meta-fílmico. Hace unas semanas, un amigo japonés me propuso que lo acompañara por Tokio a pasear con un guionista argentino que estaba de vacaciones: Andrés Duprat. Yo, que no había visto aquella (su) película, intuí que me iba a enfrentar a una persona egocéntrica, o bien, que yo iba a comportarme así con él, precisamente por resentimiento ante los que sí lograron instauranse en un ámbito tan hostil como el de la cultura argentina. Nada de eso. Fue de los encuentros más agradables que tuve en muchísimo tiempo, sólo interrumpido por el saber que Andrés tenía que volver al día siguiente. Un encuentro que incluyó visitas a templos, charlas con anarquistas japoneses y cervezas en el altillo de un bar que, tiempo atrás, fue frecuentado por escritores disidentes de Japón. En algún momento hablamos de gauchos y de samuráis. Escribí este texto para que sobreviviera esa conexión ilustre.

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