Entro a una de las pocas peluquerías abiertas de Tokio y el dueño me indica inmediatamente que me siente con su aprendiz; lo hace con una cara de sorpresa y espanto, sin gesticular, sin decir nada. Me paso la mitad de mi corte enojado y preguntándome cómo es que aún existen japoneses así, incapaces de siquiera dirigirle una palabra a un extranjero. Entra entonces un segundo cliente, que se sienta con el dueño y empieza a mover las manos en forma extraña; tardo unos segundos en darme cuenta que es lenguaje de señas. El dueño era mudo. Otra vez este país me hace comerme mis palabras.
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