Bailongo revolucionario en Shinjuku

El miércoles participé del evento Levántense Herman@s, a donde fui exclusivamente porque me dijeron que “va a cantar una chica argentina”. Como otras veces, sucumbí al más elemental patriotismo y a la nostálgica necesidad del dialecto rioplatense. Para ser honesto, no tenía muchas ganas, pero me tomé una cervezas y arranqué. La verdad es que al llegar me llevé una sorpresa que sólo puedo calificar de inspiradora.

La “chica argentina” era Alika, una celebridad dentro del mundo under de la música latinoamericana. Con una extensa discografía en su haber, además de múltiples trabajos en colaboración, y hasta el título de haber formado una de las primeras bandas de rap de Argentina, Alika es un referente de la música alternativa de toda nuestra región. Sus letras potentes y directas nos pasean por todo un campo semántico que parece cada vez más escaso en este baldío que hicimos del mundo: dignidad, respeto, responsabilidad, lucha, revolución. La suya es una voz que irrumpe (como un cross a la mandíbula, diría un amigo) en todas y cada una de las estructuras de género, políticas y económicas que nos gobiernan y nos dominan y nos destruyen. Y todo esto con un groove tremendo que mezcla reggae, ska, cumbia, rap, entre otros tantos géneros.

La verdad es que no la conocía y se lo dije. Pero desde que volví a casa ese miércoles, me puse escucharla a full. De hecho, no dejé de hacerlo hasta hoy. Me puse también a pensar por qué alguna vez dejé de escuchar a Mano Negra y a Manu Chao, pero no encontré una excusa correcta. Lo cierto es que estas palabras y estos sonidos (también esta sensación que sólo deja la música), a veces escasean en Tokio. Uno vive aquí como adentro de una burbuja: la de trabajar catorce horas por día para vivir con todos los lujos posibles, en el edificio más caro, con los mejores muebles y electrodomésticos; trabajar para ello cincuenta y tres semanas al año, claro está (¿quién necesita vacaciones?). Esta música me devolvió a la realidad y me recordó cómo funciona el mundo más allá de Japolandia. Que hay en él cosas igual o peores que una enigmática amenaza de un misil norcoreano.

Pero hubo otro momento inesperado esa noche. Fue cuando le dieron el micrófono a una miembro y representante de la Unión de Trabajadoras de Kyabakura. Los kyabakura son clubes nocturnos en los cuales un grupo de mujeres sirven de acompañantes a hombres que van en busca de tragos y de conversación. Esta clientela suele ser de mediana edad en adelante dado lo caros que son los lugares y las mujeres acompañantes funcionan de alguna forma como una nueva versión de las geishas de otros tiempos. La oferta nunca es sexual. No hay bailes ni desnudos ni prostitución. Pero lo cierto es que no se sabe qué sucede cuando se cierran las puertas del club o en los (pocos) horarios no-laborales. Esto es, los kyabakura se encuentran en una zona gris de la explotación sexual, una zona que la ley puede defender cuando sea necesario e ignorar cuando haya suficiente dinero. Es, me atrevería a decir (aunque queda para otra entrada), el funcionamiento prototípico de las leyes japonesas. Quizás mucho más explicativo de este fenómeno (y de muchos más) sea el documental History of Postwar Japan as Told by a Bar Hostess (1970), de Shohei Imamura, en donde el revisionismo histórico queda precisamente en la mirada de una de estas kyaba-girl.

La Unión de Trabajadoras de Kyabakura es una organización que busca poner un alto a los abusos que ocurren en ese tipo de clubes. El 10 de julio, por ejemplo, una chica murió en el hospital luego de que fuera trasladada allí unos días antes debido a una golpiza que le había dado su jefe (aquí la noticia en japonés). La Unión tomó inmediatamente el caso como estandarte. Existen otros que incluyen las mismas y siniestras características que en otras latitudes: desigualdad, explotación, violación, abortos clandestinos y muertes. Días atrás, la Unión presentó un comunicado oficial en el cual pide “solamente una cosa: que miren fijamente esta violencia”. Piden lo mismo que muchas mujeres en Latinoamérica y en el mundo: la visualización de sus problemas. Porque en ese punto estamos recién. ¿Cómo solucionar problemas que gran parte de la sociedad niega o incluso se esfuerza por esconder?

Alika y la representante de la Unión de Trabajadoras de Kyabakura se dieron un abrazo que simbolizó la unión, la solidaridad y el apoyo, pero también significó que todo este diagrama de naciones que creamos en los últimos siglos no nos diferencia tanto. Existen de uno y otro lado del Pacífico los mismos problemas que produce el sistema mundial y global en el que estamos sumidos. Por eso, quizás sea bueno reconsiderar esa ilusión que tenemos desde Latinoamérica: que Japón es un país perfecto; un país sin disconformidad social, sin manifestaciones populares, en donde la gente vive en un estado de felicidad garantizado por la economía. Esto está muy lejos de ser la realidad. Aquí habrá más ricos que allá, pero para ello son necesarios más pobres y más explotados (acá, allá, en todos lados), incluidas mujeres. ¿O vamos a pasar por alto el creciente número de fábricas japonesas de autos en México, por ejemplo, cuyos operarios reciben un sueldo mínimo, cuando no denigrante? Esto es, nuestros problemas son también sus problemas y viceversa. Ojalá que este breve texto sirva para difundir esas confraternidades inesperadas que surgen a pesar de todo dentro de este marco.

Acá una foto de algunos de los que participamos de esta nueva conexión entre Japón y Latinoamérica. Como siempre, no puedo no-hacer papelones cuando me ponen una cámara enfrente.

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Sitio de Alika
Sitio de Kyabakura Union (en japonés)

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