Todo lo que escapa tiene que converger

Publicado en Tokonoma/17

Es el año 1897 y el doctor Eduardo Wilde ha dejado atrás la guerra del Paraguay, la fiebre amarilla, las leyes de educación laica y matrimonio civil, también la así llamada «Revolución del Parque». Atrás Tupiza, la Cátedra de Medicina Legal y el Congreso de la Nación. Ahora se encuentra (según dice) en otro mundo: Japón, más precisamente en la ciudad de Nikkō, más precisamente aún en las orillas del río Daiya. Delante de él hay un puente de madera roja, laqueada, con detalles en negro y en dorado. La niebla de la mañana lo ha cubierto todo y es casi imposible ver el otro lado. El doctor Wilde toma la mano de su esposa y, antes de poner un pie sobre el puente, afirma: “Guillermina, éste es el famoso Shinkyō, una construcción que data del siglo XVII, quizás del siglo XVI o antes, y su función es la de resguardar el ingreso al mausoleo del shōgun Tokugawa… es impresionante, ¿verdad?”. Ella mira hacia delante y asiente.

El doctor Wilde da el primer paso sobre el puente. Cierra sus ojos al hacerlo; se deja llevar por el murmullo de desconocidos del otro lado, por el frío sol de invierno, por la espesa humedad, por los pájaros, por las libélulas, por las furtivas hojas de los árboles, por los rugidos lejanos, por el fluir del río bajo sus pies. También, por el sonido del rosario budista que le mandaron antes del viaje y que fue su único contacto con este país antes de pisarlo. La naturaleza, la religión. Un fluir. Un fluir constante, pero no eterno. Constante en su cambio, en su transformación, en su impermanencia. Como el agua de Heráclito (piensa Wilde), sólo que algo distinto. Manteniendo sus ojos cerrados, le dice a Guillermina cuando avanzan sobre el puente y dentro de la niebla: “mi amor…”, “…”, “…no pasan bajo este puente sino dioses del espíritu que han tomado forma de ramas o de piedras; son una procesión de tigres y dragones y humos de incienso que fluyen para siempre en la imaginación…”, “…”, “…¿verdad?”. Ella le devuelve una sonrisa reconfortante y avanza.

Llegan entonces a la cima del puente Shinkyō. El doctor Wilde se atreve a abrir los ojos y contempla las manchas de realidad a través de la niebla. Del otro lado del puente hay (cree) flores, un templo, geishas que esconden sus pañuelos, un samurai que protege a un grupo de los más nobles y distinguidos monjes; del otro lado, lo desconocido. “De acuerdo con la leyenda…”, “…”, le dice Wilde a Guillermina, “…el sacerdote Shōdō y sus seguidores vinieron a rezar aquí hace cientos de años por la prosperidad nacional…”, “…”, “…pero cuando llegaron al río Daiya, no pudieron cruzarlo…”. El doctor toma una larga bocanada de aire, como si quiera inspirar no sólo el aire sino también la niebla. “¿Y, Eduardo?”, “ah, que como no pudieron cruzar el río, rezaron por horas hasta que apareció el dios Jinja-Daiō; un dios de tres metros de alto, con apariencia de demonio y serpientes en lugar de brazos…”, “…”, “…y el dios los ayudó: estiró sus brazos-serpiente, éstas alcanzaron la orilla y se transformaron, al aferrarse, en este puente mismísimo que ahora transitamos; por eso le dicen el-puente-de-la-serpiente-de-los-juncos…”, “…”, “…una historia fascinante, ¿no?”. Guillermina lo observaba estática.

Wilde vuelve a cerrar sus ojos y se deja llevar por el murmullo de las personas del otro lado. Supone que las geishas que los rodean han de servir a algún gran señor, heredero de váyase a saber cuál daimyō; supone también que el samurai es su protector, un fiel y honrado guerrero, capaz de realizarse el seppuku en cualquier instante; supone que los monjes son, finalmente, los encargados de desentrañar ese Japón perdido, ese (así lo llama) enigma. Cuando vuelve a abrir sus ojos, pronuncia algunas severas palabras: “Loti, Chamberlain y Hearn se confundieron al creer que podían describir este lugar…”, “…”, “…es imposible; ni las guías de la Kenshinkai pueden hacerlo”. Guillermina suelta la mano de su esposo y agrega: “vamos…”, “…”, “…tengo mucho frío, Eduardo”. Éste le devuelve una mirada desafiante. “Mujer…”, “…”, “…estamos hablando de cosas serias, importantes, de lo que significa este país, este reino, no, ¡no!, ¡este imperio para el mundo occidental…!”, “…”, “…estamos hablando de cuán poco lo comprendemos, de su inaccesibilidad, de cuánto mintieron los europeos en sus intentos por entenderlo…”. Guillermina refunfuña, toma la bufanda que cuelga del cuelo de su esposo y la enrolla en el suyo. Luego se aleja hacia la baranda.

La niebla de la mañana se volvió impenetrable. Wilde cierra sus ojos una vez más; una vez más se deja llevar por los pájaros, por las libélulas, por las hojas de los árboles, por los rugidos lejanos, por el río, por las inigualables tonalidades del idioma japonés que pronuncian las geishas, el samurai y los monjes, ese idioma (se repite) tan secreto. De pronto, oye también unos pasos atrás suyo. Wilde se da vuelta de inmediato; entre las opacidades y espirales de la niebla, como un gaki, como un ikiryō, como un yūrei, como un espíritu que erró por meses y meses desde Buenos Aires, ve llegar al doctor Benjamín Zorrilla. Su porte es refinado, de hombre público, con pasos lentos y firmes como tantos porteños que se visten y caminan ‘a la francesa’. Al acercarse los pasos finales hasta él, Wilde distingue algunas rarezas: su cabeza es más chica, su cabello está menos engominado, sus orejas parecen haberse metido dentro de su cráneo, sus ojos… sus ojos son diferentes. Reconoce entonces su error; no es el doctor Zorrilla sino Sho Nemoto, su lenguaraz.

“Los estaba buscando, señores Wilde…”, dice Nemoto en precario francés, “..les pido una vez más que por favor no se dispersen dado que las nieblas en esta estación son bastante peligrosas”. Guillermina sonríe y asiente. Wilde lo mira de reojo. “También, tengo el desagrado de informarles que surgió un leve percance con sus pasaportes, un problemita que quizás deberíamos volver a la ciudad para solucionar…”, “…”, “…”, “…y así evitar problemas”. Wilde mira hacia la niebla, hacia el puente, hacia el murmullo, hacia las geishas, al samurai, a los monjes: “no, no, no, de ninguna manera…”, “…”, “…”, “…yo ahora tengo la necesidad de empaparme en este fluido natural, de dejarme penetrar, saturarme de su belleza en la escena misma; tengo en frente las montañas vestidas como si les hubiera caído una lluvia de bosques y estuvieran derramando el exceso de sus árboles en el valle…”, “…”, “…”, “…y a mis pies, el torrente…”.

Los ojos de Wilde vuelven a cerrarse; su mente, a perderse. Guillermina y Nemoto lo observan atónitos. “¿Escuchan eso…”, les dice, “…la música?”. En efecto, desde el otro lado del puente, desde el otro lado de la niebla, surge un tierno rasgueo, sutil, lento. Wilde imagina a las geishas, al samurai, a los monjes, todos tocando los más exquisitos instrumentos del Japón: el biwa, el koto, el shamisen. Escucha el sonido y lo califica de indescriptible, un eco de todos los tiempos, un reflejo del idioma y sus enigmas. A toda prisa, el doctor Wilde atraviesa la niebla, el puente, el umbral hacia ese otro mundo. No sabe muy bien dónde está pisando pero la madera roja del puente, los detalles en negro y dorado, los siglos de historia y las tres deidades de Futarasan, lo hacen sentir resguardado. Detrás de él, Nemoto observa su reloj y Guillermina alcanza a susurrarle unas efímeras palabras.

El doctor Wilde llega a la otra orilla del río. A la vez que la niebla se dispersa, puede ver a tres hombres y dos mujeres que bailan al ritmo de un cuarto, quien toca una guitarra. No hay geishas, ni samurai, ni monjes. Hay una fogata apagada y una serie de botellas vacías que indican que la noche ha sido larga para los bailantes. Aunque tienen rasgos japoneses, los cuatro visten chalecos abotonados, sombreros tricornios y corsés; visten ‘a la francesa’. La guitarra (sospecha Wilde) parece ser criolla, conocida, oriunda quizás del Río de la Plata. Recuerda entonces que hace ya más de una década, él le regaló una similar a León Walls, director de Le Courrier de la Plata… Silencio. Nemoto se le acerca por detrás. “Deberíamos irnos por el tema del pasaporte, señor Wilde…”, “sí, sí, claro, ¿y Guillermina?”, “volvió a la carreta”, “perfecto”. Wilde da una última mirada al grupo. Sus risas son estrepitosas, audaces, y hacen eco en el templo. Sin saber si sentir un civilizado escándalo o enfarolarse de la risa, el doctor Wilde camina pausadamente hacia atrás, hacia el puente, hacia la niebla. Con sus pasos, tintinea el rosario en su cuello.

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